sábado, 24 de enero de 2004

Fundo Casas de Apalta, Requínoa


sábado 24 de enero de 2009

El imán de los Baraona

Hoy los Eyzaguirre Baraona suman treinta. Una especie de fuerza centrípeta los atrae hacia esta casa centenaria con muros de adobe y corredores abiertos.

Texto, María Cecilia de Frutos D.Producción, Paula Fernández T. Fotografías, Gonzalo López V.

Es una tradición. Todas las mañanas se ensillan treinta caballos y se dejan listos en el "corralón" para que cada uno tome el suyo y salga a recorrer el campo. Las tardes son para ir al tranque, jugar una pichanga entre primos y tíos o relajarse en la piscina gélida al centro del jardín. Los viernes en la noche se come cordero con arroz y tomate, y los sábados al almuerzo nadie perdonaría que faltara el asado debajo de una gran encina. Son costumbres ya centenarias en el fundo de los Eyzaguirre Baraona, un lugar que mantiene viva la historia de una familia achoclonada y que encuentra aquí la raíz de su identidad y de su origen.

Todo transcurre en Nilahue Baraona, 230 km al sur de Santiago. Un villorrio de la provincia de Colchagua, en la comuna de Pumanque, que debe su nombre al apellido de quien compró la hacienda hacia 1890, según cuentan, al mismísimo Presidente Balmaceda. Fue Antonio Baraona, abuelo de Alicia Baraona de Eyzaguirre, la mamá de Adriana, Alicia, Soledad y Eduardo, los actuales dueños de la casa original.

Alicia Baraona, la Lita, nació en "las casas" en 1931 y vivió con sus padres y sus diez hermanos en el fundo hasta que partieron al colegio en Santiago. Pero su papá, Jorge Baraona Puelma, siguió trabajando el campo: leche, corderos, trigo, huevos, vino, manjar... todo se producía para el consumo doméstico. Había iglesia, una casa para el cura y otra para la profesora de la escuela; bodegas, corrales, y todas las instalaciones necesarias para que el micromundo funcionara a la perfección. Más tarde vinieron las tomas y las expropiaciones, pero el área residencial se mantuvo intacta y nunca fue abandonada por la familia. Antes de morir, la mamá de Alicia quiso repartir las tierras y las construcciones de la Hacienda Nilahue entre sus hijos, y fue ahí cuando ella eligió quedarse con el ala central de la casa, donde había comenzado su vida.

Hace quince años que sus cuatro hijos, diecinueve nietos y dos bisnietos comparten este enclave. Usan los trece dormitorios que se distribuyen por el corredor –todos claramente asignados–, mientras los lugares de reunión son el comedor, el living y el fogón en el patio delantero. Sin cosas demasiado finas ni objetos delicados, el mobiliario es propio de un recinto de conversaciones relajadas y donde cada uno, sin importar su edad, tiene un espacio que lo acoge.

- Al ser muy antigua y muy grande, la principal gracia y encanto que tiene es que nos permite estar todos juntos- , dice Eduardo, 40 años, el menor de los Eyzaguirre Baraona y quien lleva las riendas de la casa. "Casi todos los fines de semana vengo con mi señora y mis hijos al campo. Soy fanático de los caballos, de la caza, del rodeo... yo soy feliz aquí ".

Cada uno viene cuando quiere porque está abierta para todos, todo el año. Sin embargo, los fines de semana largos, el 18 de Septiembre y la última semana de febrero son fechas cuando coincide la mayoría. "Y si llegan los primos de las casas vecinas, podemos sumar cien personas... este lugar tiene una cierta magia, un verdadero imán", dice Eduardo.

Pese a que tiene más de un siglo de antigüedad, la construcción se mantiene con sus adobes pintados de un blanco impecable y sus tejas chilenas en perfectas condiciones. "Hemos transformado bastante la casa, adaptándola a las necesidades y al crecimiento de la familia, pero también con trabajos que la han mejorado para su conservación", cuenta. Así lucen pilares de roble y vigas a la vista que aparecieron al eliminar el cielo de los corredores, y el nuevo pavimento de ladrillos recuperados de un galpón centenario del campo, en reemplazo de la baldosa original.

Para armar el "corralón", núcleo de la entretención de Nilahue, las pesebreras se instalaron en los antiguos corrales de esquila. Además se habilitó una sala de monturas donde se exhibe la colección de aperos de la familia: cada integrante tiene el suyo como elemento esencial de la forma de vida que han construido y que ha pasado hacia todas las generaciones.

- Éste no es solo nuestro lugar de veraneo. Es el punto de encuentro donde grandes y chicos lo pasamos muy bien. A todos nos encanta y nos conecta con la historia de la familia. Es una vida súper acampada, todo gira en torno al caballo, a la caza de zorros y liebres con perros galgos, a la pesca de pejerreyes... Llama a recuerdos y anécdotas, acá la historia de los Baraona sigue viva"- , dice Eduardo. En la entrada aún se mantiene la rosaleda que cuidaba su abuela junto a la encina centenaria y a una curiosa "palmera con once troncos", "igual que mis once hijos, decía ella".


María Cecilia de Frutos D.



V/D EL MERCURIO
sábado 24 de enero de 2009
una historia que continúa


Un hermoso parque de cuatro hectáreas rodea la casa patronal del fundo Casas de Apalta, cerca de Requínoa. Un lugar donde antiguos árboles y una pequeña laguna son testigos de las vivencias de esta familia que echó raíces en el lugar a comienzos de los años setenta, y donde sus hijos quieren continuar la historia.

Texto, Soledad Salgado S. Producción, Paula Fernández T.Fotografías, Gonzalo López V.

Soledad Martínez recuerda claramente el día de su matrimonio. La antigua casa patronal estaba arreglada para recibir a los casi 700 invitados. En un sector del jardín se sirvió el aperitivo, en otro estaban las mesas decoradas y la zona de baile. Ella bajó lentamente la señorial escalera de entrada. Durante los seis años que pololeó con su marido, Bernardo Pérez, las idas al campo de sus suegros fueron tan frecuentes, que llegado el momento de decidir dónde se casarían la decisión natural fue en Apalta y, por supuesto, en la capilla de la casa. Una opción que no pudo tomar su cuñada ya que el terremoto del 85 destruyó casi completamente la construcción, de la que sólo se salvó la pila de agua bendita, algunas coronaciones de las columnas de madera y parte del altar.

Sus suegros compraron la casa a mediados de 1973. Un enorme caserón con reminiscencias americanas, de dieciséis habitaciones, sólo para ellos y sus dos hijos, Bernardo y Fernanda. Pero el gusto por el campo y el refinamiento de la mujer, una diplomática española, hizo que el lugar se fuera llenando de hermosos muebles y objetos. "Era la reina de los remates, se enamoraba de las cosas y las mandaba para acá. Sabía lo que era bueno. En ese tiempo, como yo era chica, me moría de lata de acompañarla en sus recorridos por los anticuarios", explica su hija durante una caminata bajo la avenida de antiguos magnolios que nace junto a la casa.

Soledad, quien se dedica a proyectos de decoración, tomó como un encargo personal el remozamiento de la vieja casa, que data de 1860 según calculan. Tras la muerte de su suegra, los dos hijos se hicieron cargo del fundo donde se cultivan cerezas, damascos, duraznos conserveros y peonías de exportación. "Cuando mis tres niñas eran pequeñas yo me venía a pasar todo el verano, desde diciembre y a veces hasta abril. Como no había piscina todavía, se metían a la acequia y largábamos el agua. Estaban todo el día afuera. Ahora que son más grandes vienen con amigos, para el 18 de Septiembre hubo una patota como de treinta", cuenta la decoradora.

Fernanda y su marido se trasladaron a vivir definitivamente al campo, hace algunos años. Levantaron una construcción más moderna en el mismo terreno, pero sin rejas, de manera que la circulación entre ambas casas es total. "Mis hijos, que son más chicos, viven metidos en la casa grande, especialmente si saben que vino su tía Sol. Los almuerzos familiares son algo muy común. Y los niños han crecido juntos. Imagínate que la mayor de la Sol es madrina de mi hija menor", comenta mientras la pequeña María Ignacia no se despega de la conversación. Ricardo, el único hombre de los hijos de Fernanda, hoy adolescente, cuenta que cuando chicos jugaban a tirarse sentados por la baranda de la escalera; Fernanda se ríe, cómplice en una entretención que también era la suya cuando niña. "Yo creo que nos matan si algún día vendemos esta casa, porque se proyectan con sus propios hijos después", señala Soledad.

En el gran living se conservan algunos muebles antiguos: un par de sillones de felpa de cuando se casaron los suegros de Soledad; un sofá comprado en remate; cuadros antiquísimos y una colección de botellas a la que también ha contribuido la decoradora con herencias de su familia. "Es un clásico juntarnos acá o en la sala de pool", cuenta Fernanda. Éste último espacio era originalmente el comedor, pero por sus dimensiones los propios padres de Fernanda prefirieron ambientarlo como pieza de juegos y trasladar el conjunto frailero –de mesa y sillas– a una de las habitaciones que, al parecer, originalmente fue comedor de diario ya que contaba con lavaplatos. Por toda la casa, además, se distribuyen sillas de jacarandá, cómodas con cubiertas de mármol y buenos cuadros y grabados, entre los que destacan obras de Claudio Gay dispuestas en el escritorio

Aunque no todos los dormitorios están en uso, la mayoría luce impecable, listos para recibir a quien llegue buscando el descanso. "Yo me relajo mucho acá, es muy rico, aunque siempre estoy pensando cómo arreglar más la casa", explica Soledad, quien también ha llevado muebles reciclados de los pilotos que ha armado en su trabajo. Además, comenta, sus idas a los galpones de la calle Brasil le ayudan a encontrar piezas nostálgicas acordes al estilo de la casa, como cajas, baúles, espejos, lámparas y floreros; y que sus maestros herreros de Santiago y de la zona le han confeccionado respaldos de fierro para algunas habitaciones, para estar a tono con el mobiliario de cama que usaban Fernanda y Bernardo cuando niños, y que está en perfecto estado. "Mira, esa era mi colección de Mampatos, y esos eran juguetes de mi hermano", señala su cuñada.

En la cocina, que se ubica en lo que fue el repostero se preparan las exquisiteces que disfrutan en estos días en la terraza junto al jardín. Algunas preparaciones salen directamente de un horno de barro. Nada mejor que comida casera y campestre con vista a enormes tilos, araucarias y castaños, a la laguna con gansos y al corral de los caballos. VD


Soledad Salgado S..

1
Soledad Martínez no ha tenido temores al mezclar objetos de distintas épocas, siempre manteniendo la calidez de una casa de campo.
2La casa, con reminiscencias norteamericanas, hace recordar a las antiguas construcciones patrimoniales de Iquique.

3Par de sillones de felpa que compraron los suegros de Soledad cuando se casaron. Atrás, una atractiva colección de botellas antiguas.

4Un ropero de estilo francés acompaña al juego de comedor de líneas fraileras.

5La elaboración de conservas es un clásico en el fundo.

6El recibidor cuenta con una gran mesa ovalada. A los costados de la puerta, dos arrimos de jacarandá.

7Los muros de la sala de juegos tienen boisserie y papel mural. Atrás se aprecia la señorial escalera.

8Varios dormitorios aún no han sido empapelados. Dura tarea considerando que son 16 y que tienen 5 m. de altura.

9
Unas tiernas láminas antiguas, de la mamá de Soledad y piezas para el té de su abuela Memé, adornan una de las habitaciones.

10Sobre la cómoda, fotos antiguas y un costurero de la suegra de Soledad.

11Habitación matrimonial con bow window donde destaca un ropero y una silla adquiridos en un remate.

12En este dormitorio llama la atención un baúl perteneciente a la abuela de Fernanda.

13La hija de la decoradora, Soledad Pérez Martínez, egresada de arquitectura en la UC, acaba de arreglar la capilla en una antigua bodega. Para rearmar el altar usó fotos del matrimonio de su madre.

14Un agradable corredor rodea el primer y el segundo piso de la casa. En la foto, María Ignacia, la hija menor de Fernanda.